De vuelta del Tour festivalero.

Escribo estas líneas después de la resaca del Leyendas del Rock y tras haber asistido a otras citas durante este verano. Llega el momento de la reflexión, con el café en mano, de madrugada (son las seis de la mañana) y desde la mesa de control de Hörns Üp, que, para quien todavía no lo sepa, es el programa con más descargas y escuchas dentro de las novedades semanales y actualidad en el Rock Metal, donde se busca (entre otras cosas) esa fórmula perfecta entre las bandas old school y new wave, y donde en cada programa, en una línea ascendente, intentamos poner todos los estilos que nos ofrece nuestra música. Un programa donde nos hemos hecho nuestro hueco, supongo que a base de esfuerzo… y, sobre todo, por tener buen criterio musical. Que, por cierto, no abunda. En serio os lo digo: a mí, personalmente, «todo no me vale». En Hörns Üp lo que es bueno (me guste el estilo o no) tiene la obligación de salir en cualquiera de las variantes que ofrecen nuestros programas.

Hace unos años, mi colega y hermano Eric Blanco, de Metalfever (programa puntero de thrash metal en este país, ahora en pausa), definió Hörns Üp como un festival con varios escenarios. Y tenía razón: tal vez, quien escribe se ha pateado muchos de los grandes festivales y se ha sentido como pez en el agua entre tanta gente, de escenario a escenario, y posiblemente no entendería la música sin la variedad que tiene nuestra música, el descubrimiento de bandas y, por qué no decirlo, ponerse las manos en la cabeza con otras.

Ecuaciones sin resolver (a.k.a. problemas).

Pero ya empiezo a estar cansado, y no es la edad. Prometido. Ya lo dije antes de irme de vacaciones en el programa: ¡se me han quitado las ganas de ir a festivales! No me mola que me traten como un cajero automático ni que me tomen (sobre todo) por idiota. Y esta sensación empieza a ser más que habitual. No me gusta; es más, me cabrea, y mucho.

He aquí unos ejemplos que se me ocurren ahora mismo, a vuela pluma:

Comprar a ciegas.

La normalización incomprensible de comprar un abono sin conocer ni un solo artista, con el desconocimiento absoluto de siquiera algún headliner. Nos están haciendo aceptar el comprar a ciegas, en un acto de fe, que, pensándolo ahora fríamente, es de lo más estúpido e incomprensible que uno pudiera hacer, como si la confianza ciega fuera una virtud y no una invitación a que nos engañen. Y cada vez me siento más engañado. Y, efectivamente, cuando ya has pagado el abono “en esa primera tirada más económica” y sale a futuro el cartel, y comparas con otros festivales, te entra el arrepentimiento nivel «quiero mi dinero de vuelta» y un «le vais a vacilar a vuestra…», pero has caído en la trampa. ¡Pringao!

Luego, con el vicio este que hemos adquirido de comer y cenar (estará sobrevaloradísimo), porque lo de beber, poner el agua a precio de manantial divino o de iceberg traído en patera desde el Ártico, es de traca. Súmale, en pleno verano, que no haya sombra; el calor que hizo a finales de junio fue (para uno que os escribe desde Benidorm) terrible. Pero, claro, el festivalero metalero se enfrenta al infierno si hace falta, con camiseta negra incluso.

Para muchos, solo quieren nuestra pasta. Y la oferta a cambio, en muchas ocasiones, no llega ni a la mitad de lo que estarías dispuesto a invertir.

Está la trampa de las bandas emergentes, locales y no sé qué mierda: llenamos el cartel, pero los ponemos a las tres de la tarde y ponemos cuatro días si hace falta. NOS TOMAN EL PELO.

Redes sociales: el país de la piruleta.

En plena era de los bulos, muchos festivales son, según sus redes, «el evento más grande de la historia del universo conocido y por conocer». Luego piensas: “¿Me perderé el nuevo Woodstock?”… hasta que lo pisas y descubres que era más bien un Festimad 95 con filtro de Instagram o el Woodstock del 99, denominado «la gran chapuza». Ojo, que este año he visto alguna chapuza en algún festival que, si os la cuento, no os lo creeríais.

Y ojo: si se te ocurre dar una opinión distinta a la de la marca, te borran, te bloquean o el community manager de turno te vacila como si estuvieras en el bar de su primo.

La cantidad de instagramers que hacen “crónicas” y “reels” es digna de un estudio sociológico… aunque más bien parece un casting masivo para la categoría “Mejor Video Inútil del Año”. Y lo sorprendente no es que exista tal nivel de mediocridad —que ya es bastante— sino que las organizaciones apuesten por ello como si fuera la segunda venida de la crítica musical. El conocimiento musical les dura lo que un suspiro, y la pasión por las bandas apenas alcanza para una selfie mal iluminada. Muy pocos se salvan, pero, tranquilos, que ahí están los palmeros para que ni se note.

Los palmeros.

Esos metaleros y festivaleros que, aun sabiendo que su grupo al que fueron a ver no lo ha hecho bien, e incluso ha llegado a hacer el ridículo, o, mejor aún, que no pega en un festival (como es el caso de Heilung), te sueltan sin despeinarse que “ha sido lo mejor del festival”, agradeciendo con todo su ser a la organización y a la propia banda por haber tenido una epifanía. En serio: o han ido a ver el grupo recomendado por el instagramer de turno, o son colegas de la banda, o fanboys/fangirls, o tienen un problema auditivo serio, o no terminan de ubicarse.

Tal vez, por dedicarme a lo que me dedico, creo tener claro cuándo algo es bueno aunque no me guste el estilo. Será por eso que el programa funciona y conecta con tanta gente. El criterio musical existe en Hörns Üp, por mi parte y por la de mis compañeros, y nos guste o no, es tan fácil como que un chuletón está de cojones aunque seas vegano.

El cambio generacional.

Los grupos core y alternativos arrasan. Te guste o no, son el futuro. Hörns Üp lo entendió desde el minuto uno y les hemos dado siempre el foco que merecen.
Un festival es como un restaurante: pides lo que quieres, ignoras lo que no, pero, si el menú incluye grupos que no pegan, eso ya es culpa de la organización.

Y da la casualidad de que, en estos supuestos grandes festivales, se repiten más que el ajo. Mismas bandas, repeticiones de grupos incluso con ediciones recientes (los palmeros siguen celebrándolo, aplaudiendo a rabiar) y poca oferta. Y cuando alguno saca el pie y se atreve a actualizarse, con darse cuenta de que está en 2025, aparecen los haters, esa comunidad que estaría viendo a Judas Priest todos los años (ojo, que ojalá pudiera verlos todos los años), pero sé que me entiendes.

Es necesario, para la supervivencia de la música en directo, una nueva educación (que pasa por la difusión) con programas donde te den ese menú diferente de bandas totalmente desconocidas (para ti) porque, en otros países, son súper conocidas y acumulan millones de escuchas. Hay que actualizarse, que no pasa nada (si te gusta la música).

Resumen rápido para despistados.

  • Pago un pastón por un festival sin saber quién va a tocar (y luego sale más caro).

  • Cuando sale el cartel, me quiero ir a otro… que tampoco está mucho mejor.

  • Me pido un préstamo para comprar agua (lo de la cerveza y la comida, otro día).

  • Veo grupos de relleno de la zona y me pregunto: ¿Quién decidió que esto era buena idea?

  • Las nuevas generaciones y nuevas bandas (que no tienen por qué ser emergentes) necesitan su espacio y reconocimiento.

Leyendas del Rock: la fe recuperada.

Hay gente que pudiera pensar que, al ser de la zona (Alicante) e ir todos los años al festival de Villena, no soy imparcial. O que es más cómodo para mí. Ya os digo que no. Todos los días, una hora para ir en coche y otra para volver. Eso no es fácil. Llegando a las cuatro o cinco de la tarde y saliendo a la una o dos de la mañana, así cuatro días, así todos los años. O que Hörns Üp conoce o tiene algún tipo de relación con la organización. PARA NADA. ¡Prometido!

Agua a 1 € (sí, un euro… ¡el disparate del siglo!) y, escuchar esto, que os puede cortocircuitar el cerebro: ¡puedes entrar comida! ¿ESTAMOS LOCOS O QUÉ? (el secretario trajo ¡pastel de carne!) y, fijaos, una importante cantidad de mesas (que he notado falta de esto en otros sitios) donde pudimos sentarnos las veces que nos vino en gana a comer.
Resultado: familias enteras disfrutando sin hipotecarse. Niños y adolescentes por todas partes, y eso sí que es plantar semillas para el futuro.

Recuerdo, además, algún momento simpático:

  • El tribuno de Warkings subiendo a un crío al escenario para recordarnos que el metal no muere.

  • Daniel Svensson (The Halo Effect) bajando a regalar sus baquetas a otro chaval.

En otros festivales eso no lo ves ni en sueños. Porque, si quieres llevarte a la familia, más te vale tener una impresora de billetes en casa o un apellido de los importantes. Se imaginan en un festival de estos tipo «cajero automático», si va una familia de cuatro o cinco miembros, lo que tienen que gastarse para el mal vicio (repito) de comer o cenar o beber agua del Ártico. Así sí que nuestra música está muerta. Sin duda.

Confirmaciones que enamoran.

Siguiendo las comparativas y retomando lo anterior, nada más acabar Hanabie (bolazo de las niponas), ya estaban las primeras confirmaciones para el XX aniversario: Helloween, In Flames, Slaughter to Prevail, Godsmack, Dark Tranquillity… el murmullo se podía escuchar en la arena. Así sí que puedo decidir si compro. ASÍ SÍ.

Y compré. Por primera vez, en el propio festival, una entrada para el año siguiente.

Pero no todo fue perfecto de lo que pude ver (porque había cosas del menú que, personalmente, no me interesaban, por ejemplo Powerwolf pero esto nos pasa a todos en cualquier festival, nada que objetar). Pero:

  • Heilung como cabeza de cartel: error histórico. Aburrido, cansino y fuera de lugar.

  • Van Canto: malos, de lo peor que he visto en años. Un escenario grande exige nivel, y punto.

Aun así, disfruté como un enano con Hatebreed, Dogma, Fit for a King, W.A.S.P., Mikael Stanne en todas sus versiones (The Halo Effect y Cemetery Skyline), April Art, Lost Society, Lacrimas Profundere, Crystal Lakey, sobre todo, Angelus Apatrida, que son, me atrevo a decir, la mejor banda que ha parido este país en la historia. ¿Qué dices, Juanma?… Lo que acabas de leer. Tuvimos momento de bandas solapadas y tuvimos que ir de un escenario a otro corriendo para poder verlas. Eso hacía tiempo que no me pasaba.

La cartera, Linkoln Park y la buena gente.

Ver a los Ángelus Apátrida el último día sobre la una de la mañana, entre tanto Wall of Death o Circle Pits, por primera vez en mi vida, perdí la cartera. DNI, carnet de conducir, pasta, la entrada de 2026… El final de la noche y del festival se había convertido en tragedia. Imagínense volver desde la salida ya del festival (cuando uno se dio cuenta) a buscarla (iluso) en ese campo de batalla tras los Ángelus Apátrida, todo lleno de vasos, con esa angustia, y además de mi disgusto, sumar que sonaba una banda tributo llamada Linkoln Park. OTRA CAGADA: tenía una banda sonora de mierda para un momento agónico.

Personalmente, no me gustan las bandas tributo: son otro de los males de hoy en día. Sí, sí, sí… y menos en un festival de este calibre. ¿De verdad no había otra banda?

Con la linterna del móvil en la mano, buscando entre la hierba y protestando por lo ocurrido (y lo que oía no me ayudaba), una pareja se me acercó y me preguntó mi nombre para confirmar que era yo.

Me devolvieron la cartera entera, con todo, mientras me decían que me estaban buscando por Facebook.

En ese momento dejé de oír al tributo y me fui sonriendo, con la sensación de: “Esto sí es un gran festival”. Porque sí, el Leyendas del Rock cada año me devuelve la ilusión de encarar el próximo tour veraniego con ganas. En mi opinión, el mejor festival de los que yo he podido asistir. Enhorabuena.

Epílogo con aviso.

Me gasté el triple en el Leyendas del Rock de lo que suelo gastar en uno de esos festivales “cajero automático”.
Aviso a navegantes: esa estrategia no funciona.

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